De un tiempo a esta parte, la frase “pánico homosexual” ha hecho su debut en el vocabulario puertorriqueño. La invocan nada menos que criminales confesos. Con esa defensa tan nebulosa, asesinan a sus víctimas por segunda vez.
Según los entendidos en la materia, el término se aplica a una especie de locura temporal debida al terror a ser acosado por alguien del mismo sexo. Como el del “crimen pasional” que justifica la masacre de mujeres, el dudoso alegato sirve para atenuar la culpabilidad del victimario y agenciarle una sentencia menos severa.
No pienso analizar aquí los complejos e inseguridades que puedan detonar las pulsiones homicidas de esos matones de virilidad ofendida. Lo que me interesa es reflexionar sobre las causas de la epidemia de violencia anti-gay que azota al País. Se trata de una gravísima realidad que atañe y perjudica no sólo a quienes la experimentan sino también a quienes –consciente o inconscientemente- la generan.
Las recientes revelaciones de celebridades como Ricky Martin y Gigi Fernández han creado la falsa impresión de que la persecución contra los homosexuales es cosa del pasado. Sin duda, el hecho de residir en el extranjero les ha facilitado a esas estrellas boricuas el disfrute de unas opciones que en su país de origen no hubieran podido ejercer. En Puerto Rico, mientras tanto, se ha declarado una sangrienta temporada de caza.
Acá, los gays de a pie –aquellos que ni son famosos ni viven fuera de las fronteras insulares- sufren el recrudecimiento de un prejuicio tan arraigado como anacrónico. La contradicción salta a la vista. Cada vez son más numerosos los países que incorporan el matrimonio gay. Cada vez más figuras prominentes proclaman su sexualidad encubierta. Pero, ante el avance acelerado de las luchas igualitarias, el contragolpe de los sectores hostiles al cambio se hace sentir con mayor virulencia.
La homosexualidad ha sido estigmatizada desde épocas inmemoriales. La lectura literal y acrítica de los dictámenes bíblicos selló su demonización. De abominación sentenciada por la ley divina, pasó luego a ser considerada como enfermedad o desviación. Aunque desmentidas por la ciencia y trascendidas por la historia, esas visiones absurdas y obsoletas todavía siguen retrasando la sana evolución de las mentalidades.
Nefasta ha probado ser la alianza de los oportunismos políticos con los fanatismos fundamentalistas. El evangelio del odio ha impulsado la confiscación de libertades por parte del estado. Leyes cavernícolas han penalizado las relaciones entre personas del mismo sexo. El ciudadano homosexual ha sido expuesto a la devaluación moral y el irrespeto público. La burla y el insulto representan la miserable herencia de un oscurantismo que continúa tronchando vidas hasta el presente.
Con flamantes teorías que pretenden explicar el origen de la “condición”, los científicos han vuelto últimamente a la carga. La presencia de un gen específico, la estructura neuronal divergente, la función insospechada del hipotálamo, el tamaño del dedo anular y otros detalles delatores anticiparían el advenimiento de un bebé gay. Las implicaciones exculpatorias de esos estudios podrían, sin embargo, desembocar en un nuevo y peligroso estigma: el de una “tara” transmisible, candidata a manipulaciones genéticas preventivas.
En el ínterin, la derecha religiosa estadounidense ha inventado un método “shock” para rehabilitar a esos tercos e impenitentes “pecadores”. Un embele
co bautizado “Ex-gay movement”, animado por Richard Cohen, Rick Warren y otros pastores de almas descarriadas, recluta como terapistas a individuos que han renegado de su resumé homosexual para abrazar la heterosexualidad redentora. Se opera así un insólito retorno a aquella era infame en que padres y psiquiatras (¡y sacerdotes, señores!) se afanaban por “enderezar” a los jóvenes y curarlos de sus “malas costumbres”.
Después de esta excursión relámpago por la galería de horrores que ha recorrido, a través de los siglos, una porción considerable de la población mundial, se impone cuestionar la naturaleza exclusivamente personal y psicológica de ese alegado “pánico homosexual” al que se acogen tan convenientemente los verdugos de la diversidad sexual.
Resulta obvio que los atentados que hoy padece la comunidad gay son el legado atrozmente vivo de una larga y siniestra historia de represión. Como en el caso de la violencia doméstica, constituyen una reacción impulsiva y brutal a los dramáticos adelantos alcanzados en el plano de los derechos humanos.
Cuando la agresividad se dispara contra un grupo socialmente hostigado, ya no es posible reducir el fenómeno a un simple brote de pánico individual. Hay que identificar a los culpables por su verdadero nombre. Son terroristas homofóbicos.
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