Por una u otra razón no ha sido fácil recoger en la semana testimonios varios de que el lenguaje ha sido buen pretexto para información periodística. En el ámbito limeño, el discurso que leyó Alonso Cueto en la Academia de la Lengua fue una aguda reflexión sobre la capacidad de asombro que el hombre debe mantener ante la variedad y complejidad de la vida, relacionada de inmediato con esa misma capacidad de asombro con que debe enfrentarse al lenguaje. El hombre resulta estar capacitado para ‘sentirse asombrado’ por el lenguaje de los otros; y su asombro es mayor cuando puede reconocerse capaz de asombrar a los otros con el lenguaje.
Leo en el diario francés Le Figaro del 3 de diciembre, y gracias al buen Lucho Loayza, un interesante artículo de Natacha Polony. El tema que le preocupa en realidad es eso que aprenden los muchachos en la escuela sobre el lenguaje. Las clases de francés son, para ella, el ‘reino de la jerizonga’. En suma, siente que, bien analizado el sistema de enseñanza, podríamos afirmar que se enseña lengua para ilustrar a ‘las preciosas ridículas’ de Moliére.
Hace bien Natacha Polony en protestar y extrañarse que, también en Francia, haya que sufrir semejantes situaciones. Sí, tiene razón. En la mayoría de nuestros países, la enseñanza del lenguaje atraviesa circunstancias parecidas. Y nadie puede alegar una sola autoridad que defienda el sistema imperante en la mayoría ¿Cuál es el problema? Se trata de un error de enfoque pedagógico. La escuela no toma en cuenta la experiencia de la criatura que llega al colegio. Hablo de su experiencia lingüística, su experiencia como usuario. El niño no va a la escuela para aprender a hablar sino para aprender a manejar un instrumento en el que ha sido entrenado ‘técnicamente’ en la casa. No es que el niño sepa ‘palabras’ aisladas; su experiencia es de frases en situación. Y su instrumento es la voz. Mejor dicho, su entonación.
Reparemos en la manera como el niño maneja el lenguaje antes de su contacto escolar. En la casa ha ido descubriendo lo relacionado con el lenguaje, el nombre de las cosas (jarra, pan, aceituna, que son las cosas que se ven; hambre, sed, que son las que no se ven pero uno las padece). Ha descubierto cómo manifiesta sus deseos con un sonido de tres tiempos: no-quie-ro. Ha aprendido a rebelarse (con la voz y con el gesto) modificando la entonación. Manifiesta su rabia en dos sílabas o la refriega en ‘rra-bi-a’ con tres golpes marcados para que nadie dude de la verdadera razón. Y ha descubierto en el silencio el modo mejor, y más demostrativo, de su disgusto. Sabe castigarnos con el silencio.
Pues bien, todo eso es testimonio de que la criatura se sabe usuario de la lengua oral. Se ha acostumbrado a que cuando habla con los otros, eso que él dice ‘s i g n i f i c a’. Pero esa experiencia es más rica de lo que podría suponerse. El niño y su experiencia lingüística es una experiencia adquirida en claras situaciones idiomáticas. El muchacho es consciente del ‘momento’ en que dice las cosas y de ‘la razón’ por las que las dice. Tampoco a eso presta atención la enseñanza escolar. La escuela arranca del vacío y se esmera en reconocer letras y sílabas. Olvida que el niño ha aprendido todo lo que sabe ejercitándose en el discurso.
Eso nos conduce a una escuela enfrascada en la gramática. Tiene razón para alarmarse Natacha Polony. Pero, a la larga, la enseñanza de la lengua hablada, con el énfasis necesario en la entonación, ayudará a comprender lo que se lee y facilitará, luego, lectura en mano, aprender a moverse con las estructuras del lenguaje. Días vendrán. No hay que perder la esperanza.
Y para prestigiar una vez más la afirmación de Heidegger de que donde hay mundo hay lenguaje, debo celebrar los estudios realizados en Costa de Marfil en monos de una especie forestal (mono de Campbell). Ocurre que se puede consignar ahora que “emiten seis tipos diferentes de alarma”. Y con esos sonidos estarían en condición de organizar estructuras frásicas de que se servirían para anunciar la proximidad de águilas o leones. La información la ofrecen especialistas de la Universidad Cocody-Abidjan, en Costa de Marfil, según el Centro Nacional de Investigación Científica de Francia (CNRS).
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