Imaginen la muerte más absurda de todas. La mismita que uno piensa que nunca le tocará. Eso siempre pasa en otro sitio. Pero pasa. Lo que quiere decir que es cuestión de estadística (ando peleado con la suerte, el sino o el azar como para otorgarles categoría de razones). Nos puede tocar a cualquiera.
Resbalarnos con el charquito que la limpiadora dejó en la escalera y desnucarnos un piso más abajo; ahogarnos tras un corte de digestión, eso es una leyenda urbana, se piensa, mientras te da el primer retortijón en el vientre en el día libre del socorrista avispado; estrellarnos contra un camión de bombonas de butano porque el volante se desvió unos centímetros durante ese segundo que se encendió el cigarrillo, se miró la pantalla del móvil, se cambió de sintonía, se bostezó, se miró a la niña de la minifalda; retorcernos, con nuestras propias entrañas en las manos, después de que una placa de aluminio mal ajustada o ni siquiera atada de una obra cercana volase, planease, fijase el objetivo, tajase el estómago escogido; clavarnos en el cuello el cuchillo jamonero al que forzamos la trayectoria, tropezó en un hueso, se deslizó a través del aire fluorescente de la cocina, nos seccionó la yugular; destrozarnos la frente contra el suelo el día en que pusieron un adoquín nuevo en la esquina, cayeron cuatro gotas, la suela del zapato andaba desgastada, las prisas propulsando nuestra inercia; convencernos de que esto es lo que hay, hasta aquí hemos podido llegar y, a fin de cuentas, hay gente que está peor y yo estoy aquí, con mi vida más o menos (mucho, mucho menos antes que más) resuelta, un futuro digamos que discernible, aceptable, tragable; insistirnos en que el golpe de suerte, sino o azar vendrá a solucionarnos lo que no somos capaces de arreglar por nosotros mismos; despertarnos otro día más huyendo de una muerte absurda.
Fuente: http://www.lavozdigital.es